Para saber por qué el segundo mes del año es el más corto tenemos que remontarnos al Calendario Romano el cual, según cuenta la tradición, data de los tiempos de Rómulo y los orígenes de la ciudad.
Los romanos contaban el tiempo partiendo de la fundación de Roma, esto es “ab urbe condita” (a.u.c.). Por eso escribían los años acompañados de esta abreviatura, a semejanza de lo que nosotros hacemos con A.C. (antes de Cristo).
En su origen el calendario romano tenía diez meses. Empezaba en marzo, en latín Martius, que era el mes dedicado a Marte, el dios de la guerra.
Le seguía Aprilis, que se supone en honor de Venus y la “apertura” de la vida en primavera. Los siguientes, Maius y Iunius, se llamaron así en honor a las diosas Maia y Juno, respectivamente.
Como los romanos eran gente muy práctica nombraron al resto de los meses según su orden en el calendario. Es decir, el quinto mes se llamó Quintilis (Julio), el sexto Sextilis (agosto) y así sucesivamente Septembris, Octobris, Novembris y Decembris.
Enseguida los romanos ajustaron el calendario al sol y añadieron dos meses más. El primero fue Ianuarius, que se consagró a Jano, dios de las puertas. El segundo se llamó Februarius y era el mes de las Februa el Festival romano de la limpieza y purificación y por tanto del dios Februus, Plutón Purificador.
Febrero era el último mes del año, el que hundía el año en los abismos del tiempo, más o menos como Plutón con las almas de los muertos.
Los meses tenían 29 ó 31 días, un número impar porque los romanos consideraban que los pares daban mala suerte. Excepto febrero, que se quedó con 28 días para “cuadrar” el año. Cada dos años Febrero tenía sólo 23 días porque en esa fecha se añadía otro mes de 22 ó 23 días para ajustar el año (mes “intercalar” o “Mercedonius”).
Aun así el desfase fue aumentando hasta que en tiempos de Julio César la diferencia entre el año civil y el astronómico llegó a ser de tres meses. Se hizo necesaria una reforma y Julio César se la encargó al astrónomo y filósofo alejandrino Sosígenes, quien calculó que la Tierra tardaba 365 días y 6 horas en completar una vuelta al sol. Una precisión asombrosa si tenemos en cuenta que los cálculos se hicieron hace dos mil años y que el error fue de menos de un segundo por día.
El calendario se ajustó al ciclo solar y para corregir ese desfase anual de un cuarto de día se decidió añadir cada cuatro un día más a Febrero. Así nacieron los años bisiestos, cuyo nombre deriva del que se dió al que se añadía, llamado “bis sextus” porque se colocaba entre los días 23 y 24 de febrero y este último era el “Sextus Kalendas martii”, es decir el día añadido era “el día antes del sexto antes de las calendas (o primer día) de marzo”
El calendario de Sosígenes pasó a la historia como “Calendario Juliano” y se puso en práctica en el año 46 a.C. que fue el año más largo de la historia ya que para realizar los ajustes necesarios tuvo 445 días. Ese año se conoció como “año de la confusión”. Es fácil imaginarse por qué.
Más o menos por la misma época, y por iniciativa de Marco Antonio, el mes Quintilis pasó a llamarse Iulius en honor del César, ya que era el mes en que había nacido el gran Julio. Y para darle más importancia se le añadió un día, con lo que pasó a tener 31.
La misma historia se repitió con el siguiente emperador, César Augusto, en cuyo honor se renombró el mes Sextilis como Augustus. Como no podía tener menos categoría que su antecesor Octavio Augusto también añadió un día a su mes. Razón por la cual actualmente agosto tiene 31 días.
¿Y estos días que ganaron los meses de Julio y Agosto de dónde salieron? De Febrero, el mes más sufrido y toqueteado del calendario, que tras la reforma en lugar de tener 30 ó 31 como sus compañeros, se quedó con 28 (29 los años bisiestos, como sucede en 2016).
El calendario estuvo en vigor hasta que se adoptó el Calendario Gregoriano en 1582 con el objetivo ajustar las fiestas religiosas al calendario astronómico.